miércoles, 20 de febrero de 2008

huellas en el aire II

El día que los zapatos se pusieron en huelga se vieron cosas que nunca, nadie, antes, había imaginado en la historia de la humanidad.

Las protestas comenzaron cuando pasaron de ser un artículo de lujo a uno de primera necesidad. Los zapatos se vieron agraviados, sabían que nadie los desearía con el mismo entusiasmo (como mucho algún niño aun inocente, de esos que se ilusionan con sus propios sueños). Comenzaron sacándose los pies de dentro, cosa que para aquellos a los que la situación pilló en la calle se convirtió en algo dantesco. Los bomberos descalzos, los electricistas descalzos, el panadero, el carnicero, el alpinista, el piloto, el cirujano; descalzos todos.

El sindicato de zapatos negoció una jubilación digna y unos cuidados mínimos garantizados durante su vida laboral. El paro duró poco tiempo, pero hubo un sector radical que no aceptó el acuerdo de los sindicatos, considerando que habían transigido en dejar de ser un artículo de lujo, que era lo esencial. Fueron los mismos que durante la huelga formaron pilas de zapatos a las puertas de las fábricas de las principales marcas, e incluso sabotearon la producción de algún negocio familiar cambiando las suelas por filetes de ternera.


Sin embargo, el momento en el que quedó más evidente la radicalidad de este grupo de exaltados fue cuando dos de ellos se subieron a una torre de alta tensión y se electrocutaron enganchándose al cableado que alimentaba una fábrica de chanclas, y otro se inmoló a las puertas de un centro comercial.

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