sábado, 5 de enero de 2008

Amor imposible II

Bajamos del autobús y buscamos un rincón. Era media mañana de aquella tibia primavera, y la excitación nos hizo esconder nuestros besos y caricias de las miradas de los demás pasajeros.

Corrimos calle abajo, cada vez olía más a mar, y la ciudad se abría ante nosotros respondiendo a nuestra urgencia de escapar juntos camino a ninguna parte. Se paraban a vernos pasar, aquellos a los que el amor les correspondía sonreían mientras que aquellos que tan solo lo recordaban sentían como se les erizaban los pelos del hemisferio izquierdo de la cabeza al tiempo que un grato sabor les llenaba el paladar. Los amores imposibles no dejan indiferente a nadie.

Giramos un par de esquinas, cambiamos nuestra dirección para no arrasar a los transeúntes y cuando llegamos a la orilla comenzamos a desnudarnos sin dejar de correr en dirección a las olas. Nuestros pasos se mezclaban con besos espontáneos y abrazos en marcha. No hacía falta hablar, nos lo decíamos todo con la alegría que brotaba por cada poro.

En el preciso instante en el que deseaba aun con más fuerza ser parte de ella para siempre el agua nos llegaba a los tobillos, y se produjo el milagro. Poco a poco, al recorrer su cintura con mi mano, acariciar su vientre desde detrás suyo y subir hacia su pecho, primero la yema de mis dedos, después el resto del brazo y del cuerpo se fueron transformando en parte de su piel de bronce, para quedar así, unidos para siempre en aquella orilla, mirando al mar y apunto de hacer el amor.

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